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El apego: Un cuidado de primera necesidad

Desde su nacimiento, los bebés necesitan sentir al adulto, su presencia, su calor, su consuelo, tanto como necesitan alimentarse… o incluso más. De hecho, podemos decir que existe una especie de instinto de apego que es clave para la supervivencia.
Fundació IRES
08 julio de 2024

Un artículo de Fabiola Espinosa del Servicio de Acogimiento de la Fundación IRES

Desde su nacimiento, los bebés necesitan sentir al adulto, su presencia, su apoyo, su consuelo tanto como necesitan alimentarse… o incluso todavía más. De hecho, podemos decir que existe un tipo de instinto de aferramiento que es clave para la supervivencia.

La teoría del aferramiento se centra justamente en la importancia del contacto físico y de la disponibilidad del adulto para satisfacer las necesidades del bebé y otorgarle una seguridad emocional como base para su desarrollo personal y relacional. La seguridad es el concepto clave, porque a medida que el bebé tiene confianza en que cuenta con el adulto en caso de necesidad, podrá explorar su entorno (Tereno y coles, 2011) y, por lo tanto, relacionarse.

Los niños que por diferentes motivos son separados de sus familias de origen como medida de protección se ven especialmente afectados en la seguridad y estabilidad del sus cuidadores, lo cual repercute en la construcción del sistema de aferramiento.

Bowlby, psiquiatra y psicoanalista que postuló la teoría del aferramiento, lo define como el vínculo afectivo intenso que surge de cualquier conducta del bebé que busque generar proximidad con la persona cuidadora y que clásicamente corresponde a la madre. Estas conductas pueden ser los gritos, el llanto, la sonrisa, estirar los brazos, etc. y tienen como objetivo generar la satisfacción de las necesidades básicas del bebé.

Ante las demandas del bebé, la madre o la persona cuidadora, tendrá una manera específica de responder. De la pauta demanda-respuesta, el bebé empieza a construir el estilo para relacionarse con el otro y condicionará las suya manera futura de afrontar su entorno, incluso durante la etapa adulta.

A diferencia otras especies, el vínculo de aferramiento entre un bebé humano y sus padres o figuras cuidadoras, está lejos de ser instantáneo. Este se construye progresivamente y se acaba consolidando alrededor del primer año de vida del niño. Durante los tres primeros meses el bebé busca la proximidad de los adultos que lo rodean de manera indiscriminada. Todavía no orienta sus señales de aferramiento (gritos, llantos, sonrisas) hacia una persona en particular. Entre los tres y seis meses, empieza a diferenciar las personas que se ocupan más de él o ella en el día a día y que probablemente constituirán sus figuras de aferramiento. Entre los seis y nueve meses, el vínculo de aferramiento se confirma, el bebé discrimina mucho más claramente las personas que le son familiares de los desconocidos (Tereno, 2011).

Por lo tanto, podemos decir que el vínculo de aferramiento se construye a base de repeticiones de interacciones. No será una única respuesta o reacción adulta la que marcará el aferramiento, sino el patrón que se produce a lo largo del tiempo y que enseña al niño la mejor manera de conseguir la atención y respuesta del adulto, siendo un proceso que se retroalimenta dentro de la misma relación.

  • Aferramiento seguro, el niño/a probablemente ha tenido cuidadores competentes y estables, los cuales consiguen un alineamiento de sus propios estados mentales con los del bebé de manera prolongada. Son capaces de dar respuesta a las necesidades del bebé de manera “suficientemente buena” y la relación se puede comparar con una danza en la cual el cuidador sabe acercarse y alejarse según los requerimientos relacionales del niño, mostrándose sensible y perceptivo a las manifestaciones de sus estados internos (Siegel, 2007 Gonzalo, 2010). Estos niños tienden a ser capaces de explorar el entorno con alegría en presencia de la figura de aferramiento.
  • Aferramiento inseguro-evitativo, el niño ha presentado numerosas interacciones con cuidadores no disponibles emocionalmente, no perceptivos a sus necesidades de ayuda y poco efectivos para satisfacerlas (Siegel, 2007 Gonzalo, 2010). Ante este tipo de interacción, el niño maximiza una estrategia para adaptarse que minimiza la búsqueda de proximidad con los cuidadores (Gonzalo, 2010). Experimentan angustia cuando la madre o persona cuidadora se va, pero se muestran indiferentes ante su presencia.
  • Aferramiento inseguro-ansioso-ambivalente, los cuidadores del niño no han estado hábiles para saber cuándo aproximarse y comunicarse en sintonía con este y cuándo retirarse porque el bebé necesita un periodo de introversión. Las interacciones con el bebé se caracterizan por ser intrusivas y tienden a invadir el niño con sus propios estados emocionales negativos. De este modo, los cuidadores se vuelven inconstantes y cambiantes en sus emociones, siente impredecibles en sus actos y pudiendo incluir secuencias en las cuales ignoran las necesidades del bebé (Gonzalo, 2010). Este patrón provoca que el niño no quiera explorar el mundo porque no sabe si cuando pida ayuda tendrá respuesta o no. Son niños que requieren mucha atención, muchas muestras de afecto (nunca son suficientes) y se relacionan de manera muy intensa con los otros.
  • Aferramiento desorganizado, el niño se afronta a la paradoja constante de que sus cuidadores, las personas que lo tienen que proteger, son quien se convierten en los causantes del dolor físico y psíquico, de los cuales, además, no puede escapar, puesto que es plenamente dependiente. Ante unos padres o cuidadores con un estilo violento, desconcertante, temible e impredecible, la vida psíquica del niño es una vivencia de terror, impotencia y falta absoluta de control de aquello que pasa (Barudy y Dantagnan, 2005 Gonzalo, 2010). Como mecanismo de afrontamiento en muchas ocasiones pueden quedarse en estado de tránsito, como “congelados·. Se observan elementos de los otros aferramientos inseguros (evitativo y ambivalente), pero sin un patrón u organización que pueda resultar coherente o comprensible por el otro. Los niños con este tipo de aferramiento, tienden a maximizar estrategias controladoras y dominadoras, puesto que es la manera de defenderse del miedo y desconfianza hacia el adulto.

El aferramiento es la base sobre la cual el niño construirá su forma de relacionarse y de afrontar el mundo. Como lo necesita para sobrevivir, el niño mantendrá este primer vínculo a toda costa, es aquello que conoce, ha generado mecanismos y respuestas adaptativas según las reacciones adultas y será el patrón que marcará sus futuras relaciones. A través de la figura de aferramiento aprendemos como gestionar y regular nuestras emociones, nos reflejamos en el otro que actúa como un coregulador de las  nuestras emociones. Después, de adultos, somos nosotros mismos quién nos autorregulamos, pero lo hacemos según cómo nos enseñaron a hacerlo durante la infancia.

Por lo tanto, a partir de esta primera relación fundamental, entendemos cómo es el otro, como es el otro conmigo y a partir de aquí cómo es el mundo, como soy yo mismo. Según el estilo de aferramiento, aprendemos si el mundo es un lugar seguro, si podemos confiar en los otros o si es un entorno hostil que nos puede dañar, en el que no podemos confiar y por tanto tenemos que estar siempre alerta. También construimos la mirada hacia nosotros mismos: si nos consideramos personas valiosas, dignas de ser queridas por las figuras de aferramiento. En este sentido, el aferramiento también constituyen la base de la propia identidad y de la autoestima (Oliva, 1995).

Muchas veces sentimos o incluso decimos la frase “los niños se adaptan a todo”. En esencia es verdad, las personas nos adaptamos, como el resto de animales, a circunstancias del entorno para sobrevivir, pero, sobre todo en el caso de los niños y niñas hay que preguntarse a qué precio. Los niños se adaptan a diversas situaciones, pero esto no quiere decir que ciertas circunstancias poco favorables del ambiente no dejan una huella a largo plazo en su salud mental y física (Cicchetti y coles., 2002, 2010 en Moneta, 2014).

La respuesta es SI. Nuestro cerebro no es una roca inamovible, sino que tiene una plasticidad y una capacidad para establecer nuevas conexiones, que nos permite aprender durante toda la vida. En el caso del aferramiento, ciertamente no podemos borrar aquello que vivimos, no podemos dar a un niño aquello que no tuvo en primera instancia, pero sí le podemos ofrecer un estilo relacional en el cual pueda descubrir otros mecanismos adaptativos y otras estrategias de relación.

Diferentes investigaciones han mostrado que los niños que pueden contar con al menos una persona que les ofrezca un vínculo positivo, estable, que crea en sus capacidades y esté presente para ayudarlo, tiene más probabilidades de desarrollarse de manera adecuada a pesar de la adversidad y las condiciones de vida que ha tenido que afrontar y que afrontará en un futuro. Este fenómeno se denomina “resiliencia” y consiste en “la capacidad de una persona o grupo para desarrollarse bien, para seguir proyectándose en el futuro, a pesar de los acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas a veces graves” (Manciaux y coles., 2003 en Barudy y Dantagnan, 2011).

Para poder convertirse en un “tutor de resiliencia” para un niño tenemos que tener muy claro dos aspectos fundamentales (Barudy y Dantagnan, 2011):

  1. La resiliencia es un proceso, no una respuesta inmediata a la adversidad. El tiempo juega un papel importante para aliviar los dolores y sufrimientos y cicatrizar las heridas. Por lo tanto, tenemos que estar atentos a nuestras expectativas de cambio o mejora del niño. Muchas veces las familias de acogida esperan que con todas las buenas intenciones, dedicación y afecto, el niño responda positivamente, se muestre agradecido, alegre, cariñoso, etc., lo cual normalmente no sucede a corto plazo, generando, a veces, frustración, rabia, malestar, incluso sentimientos de culpa en los adultos.
  2. La resiliencia no es un atributo personal, sino el resultado de la interacción dinámica entre el niño y su matriz social. Esto es una buena noticia, puesto que no es una característica innata que se tiene o no, sino que se construye y se desarrolla con otro, en un entorno que les dé seguridad, protección, que los dignifique y los transmita la propia valía.

Con estos elementos en mente, os proponemos algunas ideas que, desde nuestra formación y experiencia, pueden facilitar el establecimiento de un vínculo positivo con el niño y promover el desarrollo de la resiliencia:

  • Preparación del adulto: Cómo hemos visto, volverse un tutor de resiliencia es una carrera de fondo, por lo tanto, nos tenemos que entrenar un poco. Hay cuatro puntos que nos pueden ayudar a estar mejor preparados. En primer lugar, reflexionar sobre nuestro propio estilo de aferramiento nos ayudará a entender como afrontamos las relaciones, qué imagen tenemos de nosotros mismos, cómo percibimos nuestro entorno. La conciencia de “por qué hacemos las cosas como las hacemos” nos puede dar luz de patrones que arrastramos y que quizás ya no nos sirven, cuáles son nuestras fortalezas y qué podríamos mejorar. En segundo lugar, tenemos que intentar reducir nuestras fuentes de estrés o como mínimo tenerlas identificadas para no poner en el niño una carga que no le corresponde. Tercero, tenemos que procurar tener una red de apoyo que nos ayude, recordar que la acogida no es una tarea unipersonal, sino social. Cuarto, tenemos que tener espacios de respiro, de distensión, de descarga, incluso podemos decidir tener un acompañamiento terapéutico propio. En resumen, cuidar al cuidador es esencial.
  • Establecer una normas básicas y tener una rutina estable: Recordamos que el aferramiento se fundamenta en las repeticiones de las interacciones. Si construimos un espacio relacional predecible, donde el niño sabe qué esperar del adulto y qué se espera de él o de ella, le será más fácil sentir que puede estar a la altura de las expectativas del otro, que puede hacer las cosas bien y, por lo tanto, mejorar su autoestima.
  • Transmitir al niño/a una aceptación fundamental de sí mismo: Una técnica que puede ser útil es atribuir las calidades a la persona y los aspectos con los que no estamos de acuerdo a la conducta. Es decir, no dudar al decir al niño o niña que es una buena persona, que es valioso tal como es, que quiere hacer las cosas bien, que se esfuerza, etc. Pero si el niño o niña no ha respetado alguna norma de casa o le han llamado la atención en la escuela, tenemos que evitar generalizaciones o utilizar características de personalidad negativas, como por ejemplo “siempre te enfadas”, “eres muy agresivo o agresiva”, “eres un desastre”. No obstante, se tiene que dejar claro la no aceptación de la conducta sobre todo si es agresiva.
  • “Resonar” con el niño: Seguramente el niño/a no ha tenido una experiencia prolongada de alguien que le devuelva su emoción, que le haga saber que está siendo mirado, percibido, sentido. En la práctica, quiere decir recoger la emoción del niño, comunicarle que nos llega lo que está expresando y que nos hacemos cargo como figura contenedora: “veo que estás muy triste, te puedo abrazar?” O “quieres explicarme qué ha pasado?” “estás gritando porque seguramente estás muy enfadado, después podremos hablar”, “tenías muchas ganas de ver la mama, debes estar muy triste porque no ha podido ser, lo entiendo”. Resonar es fundamental porque no solo le hacemos saber al niño que existe para nosotros/as, sino también que es importante, que es válido aquello que siente, le damos un sentido a sus emociones.
  • Reforzar positivamente más que castigar: Los niños en situación de acogida se pueden sentir muy inseguros de su futuro, que pasará con ellos. ¿Estarán mucho de tiempo con la familia de acogida? Volverán con su familia? Si se llevan mal los echarán? Los niños/as son egocéntricos, piensan que todo tiene que ver con ellos, por lo positivo, pero también por lo negativo. Se culpabilizan de la separación de los padres, de las peleas de los adultos, del abandono… Entonces, cuando consideramos que un castigo es necesario, tenemos que procurar que estos no resulten amenazantes por el niño, como por ejemplo dejarlos solos, que se queden a oscuras, decirles que los volverán al centro de protección o que pueden marchar de casa. Una felicitación tendrá un efecto más potente para establecer una conducta deseada que un castigo para eliminar una conducta no deseada.
  • Aceptar las conductas regresivas: Muchas veces nos sorprende ver un niño o una niña que cuando está en un centro de protección se muestra muy autónomo o autónoma: se viste solo/a, hace su cama, duerme toda la noche, etc. Y cuando marcha con una familia de acogida empiezan las demandas de acompañar a la cama, de leer un cuento, incluso pueden tener una regresión en el control de esfínteres. Estas manifestaciones no quieren decir que el niño se esté “aprovechando” de la familia de acogida o que sea un “malcriado”. Más bien son expresiones de las carencias afectivas, de las necesidades no resueltas y es muy sano que las puedan expresar y todavía más que alguien las pueda atender. Esto a veces es difícil porque el desarrollo suele ser disharmónico: parecen muy maduros y autónomos para algunas cosas y muy dependientes e inmaduros para otras, lo cual da pie por interpretaciones poco afortunadas.
  • Compartir tiempos juntos y jugar: Hacer juntos las comidas, el camino en la escuela, tener una tarde reservada solo para ir el parque o mirar una peli… Dar no solo calidad, sino cantidad de tiempo. Jugar es una manera de divertirse, pero también de expresar y de aprender. El juego puede ser una herramienta de vinculación muy importante y que facilite la aproximación, ofreciendo una herramienta de mediación en la interacción. En el caso de un niño con un aferramiento evitativo le permitirá estar con el otro sin sentirse amenazado, puesto que “tener una cosa por hacer” rebaja la sensación de intimidad. En el caso del aferramiento ansioso, ayuda a rebajar la intensidad del contacto y facilita la concentración en una actividad externa. En ambos casos, el juego actúa como una herramienta moduladora y aque a la vez transmite el mensaje de otro disponible y presente.

Cómo vemos, el cuidado de un niño en situación de acogida es un camino lleno de desafíos, puede resultar agotador y muchas veces con la pregunta constante de si lo estamos haciendo bien o no… Por otro lado, es un acto de amor y de crianza colectiva que sitúa el derecho a la infancia como valor fundamental y como un deber social. La acogida nos da la oportunidad de ofrecer a un niño un segundo aferramiento, un vínculo que puede resultar terapéutico y reparador.

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